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domingo, 8 de julio de 2012

Delirio en León de Nicaragua (Enero / Febrero de 1916)

A José Jirón Terán

Se abre de par en par la ventana alta bajo el más alero. Hacia dentro los dos poyos están vacíos.
A través de las rejas torneadas de un cedro añejo, entra el fulgor haciendo arder la cal de las paredes. La súbita claridad me tiene la vista oscurecida. Qué fresco y entrañable es el adobe. No hay calor aquí. Remanso de aposento, ladrillo de barro húmedo y barrido. Debe de andar por aquí temblando alguna tía abuela. Es en la calle cuyas piedras recubrirá un nuevo pavimento, donde corren en jauría con las estrellas en movimiento los pecados, los jeeps algodoneros, la carne, algún mal pensamiento, los dólares, el gato que mató al obispo de un zarpazo en la yugular. He soñado en la alborada que dos zopilotes se disputan mi cerebro, que hay un festín con mis vísceras: tuyo mi corazón, mío el hígado, suyos los riñones... Mi cráneo lo golpean los cascos del caballo de Arrechavala. Mi carroza fúnebre no es más que la Carretanagua. Como un río subterráneo por los albañales fluyen las ánimas en pena, bajo la Calle Real van en legión los difuntos. El fondo del mar mueve las hundidas campanas y suben sus tañidos con la marea a los litorales y manglares cercanos. Una manada de poetas, oradores y poetastros salen de órbita y de madre y van arrastrando la cola, la cauda o la corona. Es afuera. Afuera que está soplando el viento. Está atizando las visiones, el delirio o la locura. Ahí coge fuego mi túnica. Aquí no. El sol se ha parado de frente con la media luna en el interminable azul azul de esta tarde. 

[Junio de 1991]

sábado, 7 de julio de 2012

Balada de los hijos de los padres

A mis hermanos Mejía Marenco 

Los hijos de los padres que amé tanto esperaron verlos morir, quedar con la boca abierta como una oscura ciudad evacuada, para venir ahora a preguntarnos ¿cómo era papá? Para mí llevar su nombre fue un lastre. Nunca fui yo. Jamás dejé de ser él. Eran una máscara, un fantasma, una irrealidad mientras vivieron y los vieron y los tocaron y los oyeron. Huraños de niños, hostiles de adolescentes. Pujaban cuando nos veían aparecer en el umbral de su casa. Nos negaron el habla y el saludo. Se hacían los que nos desconocían. No entendían porqué conversábamos durante horas y horas tan acaloradamente. La vana, ociosa pasión por unos libros, un óleo sobre tela: la moza del turbante... La obesa cantante de ópera era un globo que ascendía y ascendía en la líquida claridad de una noche de diciembre. Qué efusión al evocar la escalinata de un museo, ante los dibujos de García Lorca como una enredadera en una pompa de cristal o de sueño. El ángel de un verso no era un ángel sino un verso, el sentido que son cinco sentidos en un poema más que ver, oír, oler, gustar y tocar. Una partitura, una musa parturienta, un parque con un vuelo rasante de palomas en una luz al atardecer, auroral una partida en la que podía partirse la vida o partirnos la madre... Se instalaba el Verbo en la sala, en la rueda de amigos, en la mesa redonda y el Verbo estaba en Dios y Dios tronaba y aquello era un circo, el cofre de un mago, la amargura de un payaso, el traspié de un equilibrista, el salto mortal de otro trapecista, la locura, aquel aquelarre en la miseria. Llegábamos a aumentar el déficit: donde no había ni un litro de leche, emergía por obra de magia un galón de whisky. El reproche de los jóvenes, cómplices entre sus primos y compañeros de clases, desaprobando, señalando con el índice, haciendo muecas en silencio, riéndose del ridículo que saben hacer tan bien las personas mayores. Esperaron verlos morir. Esperaron que se marcharan al otro mundo, que cruzaran el río turbio. Esperaron tener la certeza de que ya no los podían escuchar, saber que estaban sordos, más sordos que la tapia de piedra y cal del cementerio, para empezarles a gritar que los amaban, que los necesitaban, que sin ellos la imaginación en casa era como una perra de tetas flácidas, que ellos fueron lo mejor que les ocurrió en su existencia. Si no hay difuntos malos, el mejor poeta siempre es el muerto. Pero sólo muerto. Ahora hasta nos quieren, vienen a querernos mis hermanos, los hijos de los padres que amé tanto.

[Managua, junio de 1998]

jueves, 5 de julio de 2012

NOCTURNO DE LAS MICCIONES NOCTURNAS

Nunca o casi nunca me desperté con las sábanas remojadas. El charco de orines en la oscurana.
Ni mi cuna ni mi cama de barandas exhalaron el amoníaco empozado de las habitaciones infantiles.
De joven iba al baño, antes de echarme sobre el colchón, sobre el piso de mi departamento solitario en la inmensa ciudad solitaria y dormía hasta de día y sin querer.
Ahora que duermo acompañado de la mujer medio duermo y cuando duermo íngrimo, no duermo. Me despierto tres o cuatro veces urgido por mear y orino vigorosamente un chorro recio, espumoso, nervioso y en el silencio de la noche o de la madrugada me oigo como grifo mal cerrado en el descuido diario, que pasa abierto toda la noche y al amanecer toda la casa está anegada.
El universo me provoca una incontenible necesidad de orinar y las ganas no me dejan dormir y si duermo los males y los malos me suben por el sueño, se confabulan, me espían, giran, dan vueltas, se agazapan en una esquina y están de vuelta. La paso tenso como una cuerda topada.
Una de las señales inequívocas de la vejez son las frecuentes micciones nocturnas. Ya estoy viejo un viejo que ante el día animal, amenazante, se levanta temprano sólo para orinar