sábado, 7 de julio de 2012

Balada de los hijos de los padres

A mis hermanos Mejía Marenco 

Los hijos de los padres que amé tanto esperaron verlos morir, quedar con la boca abierta como una oscura ciudad evacuada, para venir ahora a preguntarnos ¿cómo era papá? Para mí llevar su nombre fue un lastre. Nunca fui yo. Jamás dejé de ser él. Eran una máscara, un fantasma, una irrealidad mientras vivieron y los vieron y los tocaron y los oyeron. Huraños de niños, hostiles de adolescentes. Pujaban cuando nos veían aparecer en el umbral de su casa. Nos negaron el habla y el saludo. Se hacían los que nos desconocían. No entendían porqué conversábamos durante horas y horas tan acaloradamente. La vana, ociosa pasión por unos libros, un óleo sobre tela: la moza del turbante... La obesa cantante de ópera era un globo que ascendía y ascendía en la líquida claridad de una noche de diciembre. Qué efusión al evocar la escalinata de un museo, ante los dibujos de García Lorca como una enredadera en una pompa de cristal o de sueño. El ángel de un verso no era un ángel sino un verso, el sentido que son cinco sentidos en un poema más que ver, oír, oler, gustar y tocar. Una partitura, una musa parturienta, un parque con un vuelo rasante de palomas en una luz al atardecer, auroral una partida en la que podía partirse la vida o partirnos la madre... Se instalaba el Verbo en la sala, en la rueda de amigos, en la mesa redonda y el Verbo estaba en Dios y Dios tronaba y aquello era un circo, el cofre de un mago, la amargura de un payaso, el traspié de un equilibrista, el salto mortal de otro trapecista, la locura, aquel aquelarre en la miseria. Llegábamos a aumentar el déficit: donde no había ni un litro de leche, emergía por obra de magia un galón de whisky. El reproche de los jóvenes, cómplices entre sus primos y compañeros de clases, desaprobando, señalando con el índice, haciendo muecas en silencio, riéndose del ridículo que saben hacer tan bien las personas mayores. Esperaron verlos morir. Esperaron que se marcharan al otro mundo, que cruzaran el río turbio. Esperaron tener la certeza de que ya no los podían escuchar, saber que estaban sordos, más sordos que la tapia de piedra y cal del cementerio, para empezarles a gritar que los amaban, que los necesitaban, que sin ellos la imaginación en casa era como una perra de tetas flácidas, que ellos fueron lo mejor que les ocurrió en su existencia. Si no hay difuntos malos, el mejor poeta siempre es el muerto. Pero sólo muerto. Ahora hasta nos quieren, vienen a querernos mis hermanos, los hijos de los padres que amé tanto.

[Managua, junio de 1998]

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