A
Julio Valle-Castillo no se le puede negar su labor de dariísta, es
decir, de dariano integral. Aún más: pocos se acreditan esta categoría
en el mundo hispanohablante de hoy. Por eso me ha extrañado la ausencia
de su nombre y de sus trabajos en las páginas introductorias de Nicasio
Urbina, profesor asociado de Tulane, al volumen múltiple que ha
compilado: Miradas críticas sobre Rubén Darío (Managua, FIRD, 2005).
Ante todo, Valle-Castillo ha sido un editor rubendariano oportuno imprescindible. Con sus criterios respectivos, inició esta actividad en dos antologías: una poemática; la otra prosística. Titulada Nuestro Darío (Managua, Ministerio de Cultura, 1980), la primera tuvo de colaboradores al suscrito, al schollar estadounidense Marc Zimmermann y a Fidel Coloma (1926-1995). Los tres aprobamos la selección de Julio (62 poemas) y su distribución en cuatro secciones, correspondiendo cada una a temáticas específicas: la vernacular (Bajo el sol de encendidos oros), la anti-imperialista (¿Cuantos millones de hombres hablaremos inglés?), la humana (Potente y sutilísimo, universal resumen) y la continental e identitaria (La América nuestra).
La segunda antología consistió en una ampliación de la que yo había editado, con presentación de Francisco Valle, en la Biblioteca Nacional y ese mismo año: Textos sociopolíticos, reimpresa en República Dominicana (1984). A sus quince textos (reveladores “de un Darío que criticó con palabra indignada las injusticias de su tiempo”), Valle-Castillo agregó a la suya, Prosas políticas (Managua, Ministerio de Cultura, 1980), nueve de mayor consistencia. Su edición —precedida de un esclarecedor estudio contextual en ocho apartados y con dieciocho notas, que dató el 14 de noviembre de 1981— demostraba “con creces y una vez más que el Poeta no fue un esteticista estéril, que su esteticismo fue histórico y tuvo sensibilidad social y participación política en Europa, América y Nicaragua”.
Vale la pena subrayar que en esa excepcional coyuntura se hizo necesaria la tarea de rescatar la soslayada dimensión de Darío como testigo e intérprete de las realidades sociales, políticas y económicas, “viéndolo y previéndolo todo con extraordinario acierto” —había advertido Salomón de la Selva en 1941; tarea que complementé en la selección de fragmentos Tantos vigores dispersos (Managua, Consejo Nacional de Cultura, 1983). Por su parte, Valle-Castillo estaba consciente y listo para “destruir la falsa imagen que se ha difundido de Darío: un artista desarraigado, evasivo y apolítico”. Fuimos, pues, “los hombres correctos en el lugar correcto”, aunque quizás exageramos la nota.
Anteriormente, el ahora “ninguneado” dariísta había emprendido sus incursiones bajo la dirección de Mejía Sánchez en México: como autor de la Cronología del volumen Poesía (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977). Ahí figuraba junto a Ángel Rama (“reciente pero recia autoridad en Rubén Darío y el modernismo”) y al mismo Mejía Sánchez como editor, anotador y fijador textual. La misma obra fue reeditada, gracias a gestiones de Valle-Castillo y con estudio preliminar suyo, en La Habana (1989) y Managua (1992).
Los cuentos completos, compilados y anotados también por Mejía Sánchez (México, Fondo de Cultura Económica, 1950) tuvieron en Valle-Castillo un destacado promotor. En efecto, a él se le debe la segunda edición de esa obra esencial, enriquecida con nueve piezas, que se publicó en La Habana (1900) y reimprimió en Managua (1993 y 2000). En el Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación (núm. 101, octubre, reproduje su “Criterio de edición”. La misma publicación periódica ha difundido sus más recientes trabajos exegéticos e interpretativos, siendo el último su lección magistral, Del modernismo a la modernidad, leída en enero de 2004 durante el Segundo Simposio Internacional de León: Rubén Darío: nuevos asedios y encuentros.
En Valle-Castillo deslindó la “otra trilogía” rubendariana que no tuvo igual fortuna crítica como trayectoria ascendente y renovadora del autor, integrada por El canto errante (1906), Poema del otoño y otros poemas (1910) y Canto a la Argentina y otros poemas (1914). Aludiendo a la primera trilogía (Azul..., Prosas profanas y otros poemas, Cantos de vida y esperanza, Los Cisnes y otros poemas), Julio “describe el itinerario de Darío o del Modernismo, la segunda evidencia la evolución también de Darío o del Modernismo hacia lo moderno. El canto errante es el comienzo de la poesía viajera de la Vanguardia, que lo conduce a la heterogeneidad temática y formal, y ésta lo aproxima al coloquialismo. El poema del otoño... es la lírica desnuda como lo deseaba Juan Ramón Jiménez... Y Canto a la Argentina... es la épica urbana, una nueva manera y tono mayor para cantar a la otra América, a la latina, la mestiza, pero procediendo de la América utópica, natural de Walt Whitman y adaptando a Whitman a la América española”.
Otras lecciones (y no pocas) hemos recibido de Valle-Castillo. No es posible detallarlas todas. Pero, al menos, cabe citar —aliviados de datos bibliográficos— su fundamentación actualizada del humanismo greco-latino de Darío. Su Darío y el poema gráfico de América, una lectura novedosa de la oda A Roosevelt; su relectura del tema nicaragüense como motivo y su prospección en la fuente horaciana del condensado poema cogitante De otoño. Su análisis de las versiones del soneto, Caracol, y de los dos poemas descubiertos en la biblioteca de la Universidad de Harvard. Su relación entre Rubén y la jitanfáfora, sin precedencia; su acucioso estudio de la fuente y el contexto del cuento Huitzilopoxtli. Su examen comparado acerca de Las gitanillas de Cervantes, más su erudito Cervantes y el Quijote en Cantos de vida y esperanza.
Estos diez trabajos publicados no merecían el desdén, el olvido imperdonable o la deliberada exclusión. Como lo han expresado algunos colegas, el profesor asociado de Tulane aún no puede “escupir en rueda” como dariísta, pese a su ansiedad y autosuficiencia ¿Le respalda, acaso, algún trabajo similar al de Valle-Castillo? Nicasio tiene la palabra.
Ante todo, Valle-Castillo ha sido un editor rubendariano oportuno imprescindible. Con sus criterios respectivos, inició esta actividad en dos antologías: una poemática; la otra prosística. Titulada Nuestro Darío (Managua, Ministerio de Cultura, 1980), la primera tuvo de colaboradores al suscrito, al schollar estadounidense Marc Zimmermann y a Fidel Coloma (1926-1995). Los tres aprobamos la selección de Julio (62 poemas) y su distribución en cuatro secciones, correspondiendo cada una a temáticas específicas: la vernacular (Bajo el sol de encendidos oros), la anti-imperialista (¿Cuantos millones de hombres hablaremos inglés?), la humana (Potente y sutilísimo, universal resumen) y la continental e identitaria (La América nuestra).
La segunda antología consistió en una ampliación de la que yo había editado, con presentación de Francisco Valle, en la Biblioteca Nacional y ese mismo año: Textos sociopolíticos, reimpresa en República Dominicana (1984). A sus quince textos (reveladores “de un Darío que criticó con palabra indignada las injusticias de su tiempo”), Valle-Castillo agregó a la suya, Prosas políticas (Managua, Ministerio de Cultura, 1980), nueve de mayor consistencia. Su edición —precedida de un esclarecedor estudio contextual en ocho apartados y con dieciocho notas, que dató el 14 de noviembre de 1981— demostraba “con creces y una vez más que el Poeta no fue un esteticista estéril, que su esteticismo fue histórico y tuvo sensibilidad social y participación política en Europa, América y Nicaragua”.
Vale la pena subrayar que en esa excepcional coyuntura se hizo necesaria la tarea de rescatar la soslayada dimensión de Darío como testigo e intérprete de las realidades sociales, políticas y económicas, “viéndolo y previéndolo todo con extraordinario acierto” —había advertido Salomón de la Selva en 1941; tarea que complementé en la selección de fragmentos Tantos vigores dispersos (Managua, Consejo Nacional de Cultura, 1983). Por su parte, Valle-Castillo estaba consciente y listo para “destruir la falsa imagen que se ha difundido de Darío: un artista desarraigado, evasivo y apolítico”. Fuimos, pues, “los hombres correctos en el lugar correcto”, aunque quizás exageramos la nota.
Anteriormente, el ahora “ninguneado” dariísta había emprendido sus incursiones bajo la dirección de Mejía Sánchez en México: como autor de la Cronología del volumen Poesía (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977). Ahí figuraba junto a Ángel Rama (“reciente pero recia autoridad en Rubén Darío y el modernismo”) y al mismo Mejía Sánchez como editor, anotador y fijador textual. La misma obra fue reeditada, gracias a gestiones de Valle-Castillo y con estudio preliminar suyo, en La Habana (1989) y Managua (1992).
Los cuentos completos, compilados y anotados también por Mejía Sánchez (México, Fondo de Cultura Económica, 1950) tuvieron en Valle-Castillo un destacado promotor. En efecto, a él se le debe la segunda edición de esa obra esencial, enriquecida con nueve piezas, que se publicó en La Habana (1900) y reimprimió en Managua (1993 y 2000). En el Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación (núm. 101, octubre, reproduje su “Criterio de edición”. La misma publicación periódica ha difundido sus más recientes trabajos exegéticos e interpretativos, siendo el último su lección magistral, Del modernismo a la modernidad, leída en enero de 2004 durante el Segundo Simposio Internacional de León: Rubén Darío: nuevos asedios y encuentros.
En Valle-Castillo deslindó la “otra trilogía” rubendariana que no tuvo igual fortuna crítica como trayectoria ascendente y renovadora del autor, integrada por El canto errante (1906), Poema del otoño y otros poemas (1910) y Canto a la Argentina y otros poemas (1914). Aludiendo a la primera trilogía (Azul..., Prosas profanas y otros poemas, Cantos de vida y esperanza, Los Cisnes y otros poemas), Julio “describe el itinerario de Darío o del Modernismo, la segunda evidencia la evolución también de Darío o del Modernismo hacia lo moderno. El canto errante es el comienzo de la poesía viajera de la Vanguardia, que lo conduce a la heterogeneidad temática y formal, y ésta lo aproxima al coloquialismo. El poema del otoño... es la lírica desnuda como lo deseaba Juan Ramón Jiménez... Y Canto a la Argentina... es la épica urbana, una nueva manera y tono mayor para cantar a la otra América, a la latina, la mestiza, pero procediendo de la América utópica, natural de Walt Whitman y adaptando a Whitman a la América española”.
Otras lecciones (y no pocas) hemos recibido de Valle-Castillo. No es posible detallarlas todas. Pero, al menos, cabe citar —aliviados de datos bibliográficos— su fundamentación actualizada del humanismo greco-latino de Darío. Su Darío y el poema gráfico de América, una lectura novedosa de la oda A Roosevelt; su relectura del tema nicaragüense como motivo y su prospección en la fuente horaciana del condensado poema cogitante De otoño. Su análisis de las versiones del soneto, Caracol, y de los dos poemas descubiertos en la biblioteca de la Universidad de Harvard. Su relación entre Rubén y la jitanfáfora, sin precedencia; su acucioso estudio de la fuente y el contexto del cuento Huitzilopoxtli. Su examen comparado acerca de Las gitanillas de Cervantes, más su erudito Cervantes y el Quijote en Cantos de vida y esperanza.
Estos diez trabajos publicados no merecían el desdén, el olvido imperdonable o la deliberada exclusión. Como lo han expresado algunos colegas, el profesor asociado de Tulane aún no puede “escupir en rueda” como dariísta, pese a su ansiedad y autosuficiencia ¿Le respalda, acaso, algún trabajo similar al de Valle-Castillo? Nicasio tiene la palabra.
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