Nunca o casi nunca me desperté
con las sábanas remojadas.
El charco de orines en la oscurana.
Ni mi cuna ni mi cama de barandas
exhalaron el amoníaco empozado
de las habitaciones infantiles.
De joven iba al baño,
antes de echarme sobre el colchón,
sobre el piso de mi departamento
solitario en la inmensa ciudad solitaria
y dormía hasta de día y sin querer.
Ahora que duermo acompañado de la mujer
medio duermo
y cuando duermo íngrimo, no duermo.
Me despierto tres o cuatro veces
urgido por mear y orino vigorosamente
un chorro recio, espumoso, nervioso
y en el silencio de la noche o de la madrugada
me oigo como grifo mal cerrado en el descuido diario,
que pasa abierto toda la noche
y al amanecer toda la casa está anegada.
El universo
me provoca una incontenible necesidad de orinar
y las ganas no me dejan dormir
y si duermo los males y los malos me suben por el sueño,
se confabulan, me espían, giran, dan vueltas,
se agazapan en una esquina y están de vuelta.
La paso tenso como una cuerda topada.
Una de las señales inequívocas de la vejez
son las frecuentes micciones nocturnas.
Ya estoy viejo
un viejo que ante el día animal, amenazante,
se levanta temprano sólo para orinar
No hay comentarios:
Publicar un comentario