A José Jirón Terán
Se abre de par en par la ventana alta
bajo el más alero.
Hacia dentro los dos poyos están vacíos.
A través de las rejas torneadas de un cedro añejo,
entra el fulgor haciendo arder la cal de las paredes.
La súbita claridad me tiene la vista oscurecida.
Qué fresco y entrañable es el adobe.
No hay calor aquí. Remanso de aposento,
ladrillo de barro húmedo y barrido.
Debe de andar por aquí temblando alguna tía abuela.
Es en la calle cuyas piedras recubrirá un nuevo
pavimento, donde corren en jauría
con las estrellas en movimiento
los pecados, los jeeps algodoneros, la carne, algún mal
pensamiento, los dólares,
el gato que mató al obispo de un zarpazo en la yugular.
He soñado en la alborada que dos zopilotes se disputan mi
cerebro,
que hay un festín con mis vísceras:
tuyo mi corazón, mío el hígado, suyos los riñones...
Mi cráneo lo golpean los cascos del caballo de Arrechavala.
Mi carroza fúnebre no es más que la Carretanagua.
Como un río subterráneo por los albañales
fluyen las ánimas en pena,
bajo la Calle Real van en legión los difuntos.
El fondo del mar mueve las hundidas campanas
y suben sus tañidos con la marea a los litorales y manglares
cercanos.
Una manada de poetas, oradores y poetastros
salen de órbita y de madre y van arrastrando la cola, la cauda
o la corona.
Es afuera. Afuera que está soplando el viento.
Está atizando las visiones, el delirio o la locura.
Ahí coge fuego mi túnica. Aquí no.
El sol se ha parado de frente con la media luna
en el interminable azul azul de esta tarde.
[Junio de 1991]
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